Desde la marcha gay del pasado año hasta la protesta de los cuentapropistas, se hace evidente que en Cuba el ciudadano despierta de su letargo inducido.

La dictadura no ha liberado a Luis Manuel Otero Alcántara. En realidad se ha liberado de él. Al menos, eso intenta ahora, al abrir los barrotes de la celda en que creyeron aislarlo y silenciarlo.  Pero la voz de Luis Manuel se multiplicó en la de miles que condenaron la barbarie de perseguir su voz, su arte, su dignidad. Nunca estuvo más acompañado.

En cuestión de horas Luisma, como lo llaman sus viejos y nuevos amigos, los acorraló desde su celda.

Lo subestimaron. ¿No era acaso un negro, pobre, artista, que para colmo fue detenido cuando iba a participar en una besada en protesta por el último acto de homofobia oficial? Eso creyeron. ¿Quién saldría en defensa de alguien así?, pensaron.  ¡Muera la cultura y la otredad!, gritaron. Pero esta vez el silencio fue atronador. Se vieron aislados hasta de aquellos que al parecer reconocieron —¡finalmente!— que si bien hoy irían por Luisma, mañana vendrían por ellos.

En este abuso innombrable del Estado policial contra un sencillo ciudadano se vio reflejada toda la sociedad. Dentro y fuera de la Isla se sintieron incómodos en su complicidad no pocos de aquellos que, ¡a estas alturas!, todavía rebuscan palabras para justificar sus silencios. Era ya demasiado. Esta vez no podían culpar a Washington de semejante atropello contra un habitante de la humilde barriada capitalina de San Isidro. La pretendida «revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes» se había quitado su último antifaz.

La performance de Luisma los desnudó. Les hizo mostrar ante la sociedad cubana y el mundo entero su esencia mafiosa y totalitaria. La sonrisa serena de Luis Manuel los desarmó. De nada les valieron sus pistolas y tonfas. En la madrugada los esbirros, esos pandilleros que se sienten poderosos en sus estaciones policiales y perseguidoras, tuvieron que devolverlo a sus amigos, a su pueblo. Un pueblo que recién comienza a descubrir su fuerza.

Desde la marcha gay del pasado año —que fue la indiscutible vanguardia de esta ola nacional de dignidad insumisa— hasta la reciente protesta de los cuentapropistas en Santa Clara, se hace cada vez más evidente que el ciudadano despierta de su inducido letargo y reniega de la perspectiva de seguir de rodillas en su desamparo. Ciudadanos sin techo que ocupan con sus familias edificios estatales abandonados, pobladores que bloquean vías céntricas exigiendo que repongan el servicio de agua, vecinos que protestan la indolencia oficial ante la insalubridad publica, cineastas que se retiran de certámenes oficiales en solidaridad con colegas censurados, académicos que están hartos de que los inviten a discutir solo lo que los jerarcas consideren apropiado, en el lugar que ellos estimen apropiado y de la forma que el poder autorice como adecuada. ¡Hasta exiliados que descubren el futuro poder negociador de su capital financiero y humano! Como dijera un panfleto castrista, «esa gran humanidad ha dicho basta y ha echado a andar».

La dignidad insumisa de Luisma ha recordado a todos que sí se pueden lograr los cambios que el pueblo necesita y que para alcanzarlos no es necesaria la autorización de la élite de poder.

El cambio se está haciendo «sin ellos», pese a ellos. Lo primero que tenía que cambiar era la resignación pasiva del ciudadano y ya eso está ocurriendo gracias, entre otros, a artistas dignos e insumisos como Luis Manuel Otero Alcántara.

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