La reciente expulsión de dos diplomáticos cubanos acreditados ante la sede de Naciones Unidas en Nueva York reviste características novedosas.
En el ya largo enfrentamiento entre EEUU y Cuba, a los diplomáticos cubanos por primera vez no se les sanciona por espionaje, o como respuesta equivalente a la expulsión de diplomáticos estadounidenses en la Isla. La acusación es la de ejercer actividades de «influencia» perjudiciales para los intereses de EEUU. Y si bien la medida puede interpretarse como parte de la creciente tirantez bilateral que ha provocado la injerencia e intervención cubana en Venezuela, no debe considerársele más de lo mismo.
La orden de abandonar el territorio estadounidense vino acompañada de otra sanción complementaria: se reimpuso el límite de movimientos a la isla de Manhattan que existió para los diplomáticos cubanos en Nueva York durante gran parte de la Guerra Fría.
Esta segunda sanción adicional envía un mensaje: no se va a facilitar el trabajo, sea de espionaje o de influencia, a los cubanos acreditados como diplomáticos ante Naciones Unidas permitiéndoles libre circulación por todo el territorio de la Unión.
Expulsar diplomáticos de un país hostil por actuar como agentes de influencia no es más de lo mismo y, de hecho, marca un hito entre las sociedades abiertas. La guerra contra sociedades democráticas por parte de regímenes como el de Cuba, no se restringe al campo militar o económico. Es total. Para un régimen totalitario es una prioridad sembrar narrativas en la población, y en las elites enemigas, que debiliten sus convicciones e instituciones, induciéndolos a cometer errores de política exterior y doméstica. Un buen ejemplo es el caso de Ana Belén Montes.
Espías y agentes de influencia
La labor más eficaz, dañina y de más largo impacto del trabajo de la destacada espía Ana Belén Montes no fue sustraer información clasificada del Pentágono. Desde su posición como analista de inteligencia, su mayor éxito fue sembrar en esa institución y en círculos intelectuales y de inteligencia donde se movía, una percepción benigna sobre el régimen cubano.
La idea central del trabajo de Ana Belén Montes fue diseminar la convicción de que el régimen de Cuba no representaba una amenaza para la seguridad de EEUU.
Todavía en EEUU hay quienes suponen que Cuba no presenta ningún peligro para la seguridad nacional o regional, salvo el de provocar un éxodo desordenado y masivo, por lo que Washington debe ayudar a estabilizar, no a derrocar, el régimen en la Isla. Esa premisa la vendieron exitosamente a la Administración Obama. «Lo importante es lograr estabilizarlos», se le escuchó decir a uno de los arquitectos del «deshielo».
Durante seis décadas el espionaje cubano ha identificado y cooptado a «compañeros de viaje» (fellow-travelers) y «tontos útiles», no solo entre militares, sino también en universidades, casas editoriales, entre periodistas, artistas, y cualquier sector con capacidad de multiplicar sus mensajes e incidir en las percepciones de los círculos de toma de decisiones y del público en general. Y, salvo cuando han sido sembrados o cooptados de forma directa por la inteligencia cubana, ni ellos mismos tienen conciencia del modo en que sus ideas en cuestiones claves para el régimen de la Isla son rigurosamente planificadas y manipuladas a partir de criterios preestablecidos.
Del Comintern al narcoestado
Ese arte y estrategia de subversión surgió en 1919 en el I Congreso de la Tercera Internacional Comunista celebrado en la URSS. Los partidos comunistas y sus servicios de inteligencia los han utilizado desde entonces. Los departamentos ideológico y de relaciones exteriores de los primeros elaboran las directivas generales de propaganda, mientras que los segundos las expanden al incluir sus métodos operativos para dirigir el aparato clandestino encargado de realizar el trabajo de influencia en otros países.
Fue Willi Münzenberg quien estableció la división jerárquica del trabajo de influencia que incluye propaganda, asesinatos de reputación, construcción de lo que hoy llamamos fake news y otras más. Los agentes dedicados al trabajo de influencia forman parte formal de un aparato de inteligencia, bien sea que tengan inmunidad por disfrazar su trabajo como diplomáticos o estén sembrados como agentes clandestinos en alguna profesión que les facilite reproducir las narrativas que se les orienta difundir. Por otra parte están aquellas personas que son manipulados por dichos agentes de influencia: los llamados “compañeros de viaje” y la masa de «tontos útiles».
También fue Münzenberg el que concibió la estructura organizativa para desarrollar el trabajo de influencia: una tupida red de publicaciones, librerías y agrupaciones de escritores, periodistas, artistas, académicos y otros que operaban como telarañas para atraer incautos. A propuesta de Münzenberg, a estas organizaciones se les bautizaba con «nombres inocentes» y atractivos como Comité por la Paz y el Desarme, Asociación de Solidaridad o Festival de la Juventud. Münzenberg siempre insistió en la importancia de que los participantes en esos grupos nunca supiesen que eran marionetas de un plan ajeno a su control.
En esta nueva era en que estados y grupos terroristas amplían la cooptación de compañeros de viaje y «tontos útiles» usando internet y otros espacios públicos, las democracias están obligadas a establecer límites claros que les permita preservar su seguridad. En especial cuando algunos estados totalitarios de la Guerra Fría han mutado en coaliciones criminales modernas que —como en el caso de Cubazuela— desarrollan una concepción de guerra total, asimétrica y permanente, en la que sembrar narrativas es un arma esencial.
En una sociedad abierta el ciudadano puede escoger libremente sus creencias, pero debe ser advertido y protegido de las fuerzas ocultas que intentan manipularlas para beneficio de los enemigos de la libertad.
Las expulsiones de los dos diplomáticos cubanos y las restricciones de movimiento sobre los demás acreditados ante la ONU le envían un mensaje de contención a Cuba: ser una sociedad abierta no implica comportarse como un inocente rebaño.
Juan Antonio Blanco
Director Ejecutivo FHRC